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La ganadería y la gestión colectiva para evitar incendios

30 de mayo de 2016

Sabiduría e ignorancia del fuego

La segunda quincena del pasado mes de diciembre estuvo envuelta en llamas. Los datos oficiales registraron 396 incendios en Cantabria y 453 en Asturias, unas cifras altas, pero que no calibran la gravedad de la superficie quemada, que ronda las 10 000 ha en cada uno de los territorios afectados. Estos hechos conmocionaron a la opinión pública y, sin profundizar en las causas estructurales que hay que analizar, conocer y solucionar para evitar estas situaciones, mucho de lo que se dijo buscaba simplemente identificar a posibles culpables.


Sabiduría e ignorancia del fuego
Foto: Gila National Forest cc  

Cada invierno se quema el monte en el norte de la península ibérica. La estadística general que maneja el Ministerio de Agricultura revela que los episodios de incendios en invierno son tanto o más comunes que en verano, es más, el noroeste peninsular acumula el 63 % de los incendios y el 46 % de la tierra que se quema en todo el país.
Jesús «Suso» Garzón, pastor de régimen extensivo y miembro destacado de Pastores sin Fronteras, explica que «las quemas invernales para limpiar el monte están extendidas por todo el país, y se eligen estas fechas porque el frío y la humedad impiden que arda el mantillo, por lo que el impacto se limita a la capa más superficial del suelo y se protegen los nutrientes que permitirán la regeneración del pastizal». De esta manera, el 80 % de los conatos de la zona son intencionados y están relacionados con el mantenimiento y la renovación de los pastos para el ganado. El fuego forma parte de la vida y de las actividades productivas de las comunidades rurales, es una herramienta de gestión del territorio y está integrado en las tradiciones centenarias de los pueblos. Eso no exime a nadie de responsabilidad, pero deja constancia de que existe una serie de causas estructurales que definen un nuevo escenario en el que las prácticas de siempre actúan de manera distinta en el presente. Nunca el fuego fue un problema de tal magnitud, hasta hace apenas unas décadas.

El papel de la ganadería

«Veinticinco mil ganaderos mantenían el monte cántabro impecable», es una frase recurrente de Gaspar Anabitarte, secretario general de UGAM-COAG, pero ¿cuánto hay de veraz en esta afirmación y qué tiene que ver la limpieza con la salud de un ecosistema? Suso Garzón no duda en narrar las virtudes del ganado para el enriquecimiento del ecosistema: «Las superficies calcinadas solo pueden ser repuestas mediante la acción de los rebaños, mil ovejas transportan cada día cinco millones de semillas y tres toneladas de estiércol. También evitan que las semillas se las lleve el viento y las fijan al suelo para que germinen en pocos días. En un mes tienes toda la zona revitalizada. Además, la erosión es un agente que facilita el arrastre del mantillo desde las cumbres a los valles, mientras que las reses transitan en sentido contrario, transportando con ellas los nutrientes y recuperando la biodiversidad de las cimas montañosas».

La configuración actual del paisaje de la cornisa cantábrica y de buena parte del resto de la península hunde sus raíces en la actividad agroganadera tradicional. Es más, algunas especies han desarrollado mecanismos de adaptación al fuego y dependen de ese estímulo calórico para germinar y extenderse, lo que permite inferir que las llamas forman parte de la memoria del bosque y de las dinámicas naturales antes de constituirse como un factor antrópico.

Pero, ¿qué ha pasado con los rebaños?, ¿se esfumaron? Las políticas llevadas a cabo por instituciones de ámbito regional, nacional y europeo no han hecho más que desalojar el pastoreo de las tierras donde siempre se ha practicado, acorralando las posibilidades de muchas personas para salir adelante. Aún se oye el eco de aquel gobierno socialista de la década de los ochenta que prometió avances y bienestar con la inclusión de España en el mercado común europeo. Pero todo quedó en una relación asimétrica que nos dejó en la periferia de las decisiones que se tomaban en otros lugares, lejos de la realidad del pueblo, lejos de la gente. La ganadería extensiva es cada vez menor ante el avance de la industria, y el campesinado ha sido sustituido por tejido empresarial agrícola.

La Política Agraria Común no siempre se ajustan a las demandas reales de los colectivos rurales

A cambio de esta especie de expropiación forzosa, la Unión Europea desarrolló la Política Agraria Común (PAC), cuyos criterios no siempre se ajustan a las demandas reales de los colectivos rurales. Las administraciones se basan en los datos recopilados por vuelos de reconocimiento que delimitan la superficie de pasto y, conforme a esta, reparten las ayudas.

Según nos cuenta Miguel Ángel Soto, de Greenpeace, la clase política europea no entiende la naturaleza de los pastizales ibéricos de régimen extensivo: «En este país, las zonas de pasto tienen un carácter diverso, en muchos casos, son planicies parcialmente arboladas donde el rebaño acude a buscar alimento». Por su parte, Suso Garzón piensa que la PAC es «una locura administrativa que nos está llevando a la ruina». Denuncia que se ha prohibido pastar en las pendientes, «que son lugares que frecuentan los animales porque las suben perfectamente, con mayor humedad y una biodiversidad más rica que les permite seleccionar las mejores piezas».

Este marco normativo favorece el desarrollo de dos tendencias. Por una parte, el dinero llega a titulares de tierras que no realizan ninguna actividad pastoril y que se limitan a cumplir los criterios establecidos por la administración y retirar el matorral. Por ello, hay quien, como Gaspar Anabitarte, aboga por adoptar un régimen de ayudas que tenga en cuenta las cabezas de ganado y los empleos generados.

Por otro lado, tal y como nos relata el militante ecologista: «Algunos ganaderos pueden haber pensado que iban a recibir menores cuantías tras las últimas reformas y que la única solución residía en aprovechar este periodo de altas temperaturas y escasas lluvias para aumentar sus superficies de pasto y conservar o incrementar las subvenciones». José Manuel Lago, del Consejo del Fuego en Asturias, asegura que hay muchas sospechas que apuntan a estas políticas como causa principal de los incendios ya que, «aunque el primer año no se percibe nada por los terrenos calcinados, con el paso del tiempo los pastos se regeneran y se pueden solicitar las ayudas». Los datos son muy reveladores, según las investigaciones consultadas por la doctora Virginia Carracedo, de la Universidad de Cantabria, «en el momento en que se empieza a hablar de reformular los criterios de la PAC, los incendios se duplican en Cantabria».

Sin duda, parece ser que el problema reside en la falta de interés de las administraciones en comprender la situación del sector ganadero. Solo hay que prestar atención al sentir de algunos pastores como Suso Garzón: «Es mejor que se olviden de nosotros, que nos dejen hacer lo que hemos hecho durante generaciones, lo único que tienen que hacer es pagar nuestros productos al precio correspondiente, no necesitamos subvenciones».

La gestión colectiva y la cultura del fuego

La falta de acción humana sobre el terreno favorece la extensión del sotobosque, que arde con facilidad y que aumenta las reservas disponibles de biomasa que alimentan las llamas y que antes eran destinadas a la obtención de bellotas, al pasto del ganado y a la recolección de hojas de roble y leña para calentar los hogares. Así se mantenía una relación de estrecha dependencia entre las comunidades y el estado de los bosques y pastizales que abastecían a la población.

El naturalista de Pastores sin Fronteras sacude su memoria y recuerda aquellos días en que «los vecinos salían una vez al mes a limpiar los caminos, arreglar las acequias o conservar los arroyos; si se notificaba cualquier conato de incendio, el pueblo se organizaba para sofocarlo en apenas media hora. Ahora todo depende de un sistema burocrático que retrasa las misiones de extinción y para cuando llegan los equipos, ya se han quemado cientos o miles de hectáreas». Hasta hace unas décadas, el 90 % de los territorios de los municipios eran de régimen comunal, que descansaba en las dinámicas colectivas de participación social en el cuidado de las tierras, el manejo de los recursos y la satisfacción de las necesidades de la comunidad. Estos sistemas de carácter asambleario han ido perdiendo presencia en la gestión de los montes debido a la desarticulación de la sociedad rural y a las sucesivas normativas institucionales que han enajenado las competencias sobre el territorio a entidades de carácter autonómico o estatal que no conocen la realidad local. El último golpe asestado no es otro que la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, impulsada desde el Ministerio de Hacienda de Cristóbal Montoro, que reduce los recursos de los poderes municipales y cuestiona la propiedad común del territorio una vez más.

Daniel Boyano, miembro del colectivo El Huerto del Pozo, trabaja para revitalizar el tejido rural en la zona de Sanabria, en la frontera galaico-leonesa, y su visión sobre el papel de la administración se acerca a un sistema vertical de leyes que excluye la participación de la población local: «Un buen ejemplo de este tipo de políticas son los planes de ordenación del territorio, que consistían en la extensión del monocultivo de especies exóticas como el pino y el eucalipto que intensifican la pérdida de biodiversidad y la acidificación del suelo, además de facilitar el avance de las llamas». Las estadísticas revelan que 85 % de los incendios se producen en este tipo de plantaciones.

Desde esta gestión comunitaria, Boyano relata cómo las organizaciones vecinales realizaban quemas controladas delimitando, junto a la acción del ganado, los terrenos dedicados al pastoreo y aquellos reservados para el desarrollo del arbolado autóctono, ingrediente clave para la reproducción social de estas comunidades. De este modo, se sostenía la actividad ganadera mientras se impedía la expansión del matorral que multiplica el impacto y la virulencia de las llamas. Ahora pocos pueden soñar con ganarse la vida en el campo, por lo que ya nadie lo cuida, la salud de los montes depende de la salud del mundo rural que, en estos momentos, padece los efectos de la desertización demográfica: casas abandonadas, matojos que discurren por las calles y el eco del silencio que estremece a la vez que sosiega.

Actuar desde lo rural

Entre los años 2002 y 2004, se incrementaron en gran medida las partidas destinadas a la contención y neutralización de los incendios, todo se volcó en inversión, investigación y extinción. La tendencia general de los siniestros es decreciente y el bosque ha recuperado terreno en los últimos 20 años, pero la degradación de la biodiversidad persiste y la violencia de las llamas es cada vez mayor. Según José Manuel Lago, «en Asturias se dedican siete millones de euros anuales a la extinción, mientras que las medidas preventivas apenas perciben dos millones, cuando es aquí donde residen las soluciones».

Anabitarte, seguro de su experiencia, reitera sus recomendaciones al respecto: «La Administración debe consultar y colaborar con todos los sectores implicados y las poblaciones locales para aplicar de manera adecuada los mecanismos tradicionales de gestión de los montes como son las quemas de invierno». Sin embargo, las quemas y desbroces impulsados y supervisados por las instituciones no cubren ni el 10 % de las necesidades de pasto de toda la región.

De la misma manera, Carracedo recuerda que «el fuego es parte del acervo cultural de estos pueblos, hay que contar con los colectivos rurales en el manejo de las tierras y en la protección de las actividades productivas del campo, preservando e incrementando el valor social, material y cultural de los montes y de las comunidades que los habitan». Miguel Ángel Soto, por su parte, manifiesta sus reivindicaciones: «Llevamos exigiendo una nueva política forestal desde hace décadas, el fuego no es necesariamente positivo para los ecosistemas pero es una variable que no se puede excluir de la ecuación. Es más, muchos ganaderos que han recibido la autorización para realizar quemas, han colaborado en la extinción de incendios porque saben que no tiene sentido devastar sus tierras».

La burocracia de las metrópolis nunca hizo migas con las costumbres rurales

Jesús Garzón señala esa distancia siempre manifiesta entre la ciudad y el campo y afirma que «la mayoría de los funcionarios y técnicos que prescriben los planes de actuación no han pisado nunca el campo y no entienden el valor cultural de la ganadería; las brigadas forestales están integradas por personas que viven en las capitales, al fin y al cabo, es allí donde están concentrados los parques móviles». «Antes», continúa el pastor, «los guardas forestales eran gente del pueblo que conocían a todos los vecinos y hablaban con ellos para ayudarles con sus problemas, ahora son urbanitas que están mal pagados y a los que se les ha quitado la mayoría de las competencias». La burocracia de las metrópolis nunca hizo migas con las costumbres rurales.

Frente a este callejón sin salida, la gestión local y colectiva del campo tiene propiedades asombrosas. Lago describe experiencias prodigiosas como la del Concejo de Illes: «En este pueblo se quemaban cerca de 1000 ha todos los años, y hace unos 15 o 20 años, hubo un cambio del modelo de gestión por el que muchos montes del Ayuntamiento pasaron a ser tierras de régimen mancomunal. Los vecinos hicieron convenios con el gobierno municipal, que dejaban la gestión del territorio a las juntas vecinales, y las decisiones se tomaban de manera consensuada. En consecuencia, a partir del año 2000, se redujeron de manera impresionante los incendios».

Virginia Carracedo, por su parte, rememora actuaciones como el Plan 42 de Castilla y León, (2005-2011) que tuvo resultados sorprendentes. El 40 % de los incendios de esta autonomía se produjeron en apenas 42 municipios, por lo que se tomó la decisión conjunta de desplegar una serie de medios para llevar a cabo un proyecto de gestión territorial que acercase las instituciones y sus recursos a la sociedad rural. La estrategia tenía tres frentes de actuación. Por un lado, concienciar, formar y desarrollar con la población local formas sostenibles de manejo de la tierra, conociendo la realidad de los pueblos, estableciendo cauces para el diálogo, estimulando la implicación de la comunidad. De esta manera, surgieron nuevas formas y usos de la participación colectiva, que abrieron la puerta a un mercado rural que generó numerosos empleos. También se sentaron las bases para el desarrollo de estas alternativas con nuevas políticas forestales y económicas para revalorizar el monte y sus productos, con la incorporación de técnicas como el desbroce y las quemas controladas y la disposición de apoyo financiero. Por último, se trabajó para profundizar en la investigación de las causas relacionadas con los incendios y colaborar con la población en la persecución de los infractores. El número de incendios se redujo casi a la mitad.

Esto demuestra que las actuaciones integrales que facilitan la coordinación de diversas disciplinas se ven recompensadas con el esfuerzo de la gente. Son las personas las que cuidan de la naturaleza cuando existe esa simbiosis que se palpa en el día a día de las labores rurales, una sincronía que asocia a las comunidades con el equilibrio ecológico y que nos hace llegar su arenga desde las profundidades de la historia.

La versión íntegra de este artículo, con testimonios y más información, puede encontrarse en el blog El declive de los ochenta.

Ramón P. Yelo    Blog El declive de los ochenta

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