Pompeya, la ciudad sepultada por la violenta erupción del Vesubio en el año 79 d. C., contaba con un amplio foro pavimentado en piedra, donde unas tablillas colgadas ofrecían información de interés público, como el resultado de las últimas elecciones o la fecha de algún evento relevante. Pero, como suele ocurrir en los canales de expresión unidireccional, sus limitaciones eran sorteadas de forma artesanal, con inscripciones que algún ciudadano se atrevía a dejar ocasionalmente en las tablillas. Una de estas muestras, encontrada en el excepcional contexto de una ciudad enterrada durante siglos, es una airada protesta: ’Macerior ruega al edil que prohíba a la gente hacer ruido en la calle y moleste a las personas decentes que están durmiendo’.
Pero este es solo un ejemplo de las casi 10.000 inscripciones encontradas en las calles y muros de la ciudad romana, con declaraciones de amor, quejas, tacos e insultos con nombre y apellido. Tal es así, que uno de los escritos más curiosos en una de las paredes de la Basílica de Pompeya dice “¡Oh, muros! Habéis aguantado tantas inscripciones aburridas, que me asombra que no os hayáis derrumbado ya”.
Las calles de tu ciudad hablan, ¿lo oyes? | Isidro Jiménez en TEDxAlcoi
Y es que nuestras ciudades han estado y están llenas de este tipo de conversaciones desde hace más tiempo del que pensamos. La calle es un espacio clave para la socialización y siempre la hemos utilizado para interrelacionarnos en formatos que no siempre son previsibles. Eso sí, a pesar de que el modelo de ciudad más reciente apunta hacía otro lado.
Por ejemplo, El Cabanyal, un popular barrio de pescadores en Valencia, molesta. Es un impedimento para los planes urbanísticos de lo que se ha venido a llamar ciudad-marca, un modelo basado en obras faraónicas que atraigan el turismo al precio que sea. Mientras, la ciudad con barrios vivos, muere. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Con la clase media consumidora a mediados de siglo XX llega un nuevo escenario en la lingüística de los productos y servicios. Las décadas de los 60 y 70 supondrán el asentamiento del consumo por imitación, donde los múltiples electrodomésticos, el coche o la segunda residencia en el campo, se entienden como elementos indispensables para pasar a formar parte de una clase consumidora que hoy cuenta con casi 3.000 millones de personas en todo el mundo. Y para ello, nada mejor que un nuevo modelo de establecimiento minorista, el centro comercial, supuesta materialización de la “compra libre” y de la gran variedad de oferta que el nuevo consumidor necesita, haciéndole creer un individuo independiente y con criterio.
Pero las grandes superficies y los centros comerciales no vinieron solos. Aparecieron con buena parte de las políticas de reordenación de la ciudad que hemos vivido en las últimas décadas. Localizados normalmente en las periferias de las ciudades, son parte esencial del fenómeno de dispersión urbana anglosajona que tan rápidamente se ha globalizado. Así, frente a la ciudad densa y con una gran diversidad de actividades, planificada en la Europa del siglo XIX, la segunda mitad del siglo XX se ha caracterizado por ciudades con un centro de negocios rodeado por enormes extensiones de viviendas residenciales unifamiliares; Y como guinda final, los centros comerciales ubicados en los principales accesos. Con este modelo se encarece enormemente el gasto público (en infraestructuras, gestión de recursos, transporte público...) y se dificulta la planificación de la ciudad.
Pero además, en este proceso ha sabido ubicarse con éxito el supermercado de barrio, sentenciando a muerte el modelo de pequeño comercio de barrio, mucho más redistributivo y socialmente beneficioso. Con su cierre se pierde trabajo (por cada trabajador de una gran superficie se eliminan entre 5 y 7 puestos de trabajo en el pequeño comercio) pero también sus actividades complementarias locales y de pequeña escala, e incluso factores tan importantes como la interrelación, que mejoran la calidad de vida de sus ciudadanos. Al igual que el centro comercial representa un “no-lugar” de las clases medias, un espacio universalmente repetible en serie en las arterias de cualquier ciudad, las calles comerciales de la ciudad son una idílica recreación del espacio público orientado a las clases medias del mundo: tiendas casi indistinguibles de una ciudad a otra, con modernos espacios de encuentro y sofisticados espacios verdes. Es decir, una ciudad reconstruida, esencialmente, a base de locales de fast food y franquicias de moda juvenil, que recrea artificialmente las características mitificadas del barrio clásico, denso y diverso, al que sin embargo sustituye.
A pesar de este sombrío dibujo, o quizás justamente por ello, todavía hay quién entiende la ciudad como un espacio vivo, en el que vale la pena expresarse, aunque las interrelaciones ya residen fundamentalmente en Whatsapp y Facebook. Así, de la misma forma que los “graffitis” pompeyanos son, desde hace siglos, importantes piezas de museo, los graffitis urbanos de nuestra época han ido poco a poco formando parte de las colecciones de arte de casi todos los museos de arte contemporáneo. Y a la vez, las calles se han ido convirtiendo en un nuevo lienzo para la expresión artística.
Hace ya 10 años (en 2007) estalló la famosa crisis de las subprime y las hipotecas bancarias. Esto provocó un importante estallido de pobreza que todavía dura. Pues bien, unos meses después de aquello, alguien había sabido expresar de forma muy sencilla lo que casi todo el mundo sentíamos: unos zapatos que entran en una sucursal bancaria y unos pies que salen desnudos. No se puede decir más con menos. La calle ha hablado.
Comentarios recientes