A lo largo de toda Europa, encontramos cada vez más iniciativas que apuestan por otro modelo de producción, distribución y consumo de alimentos. Algunas más consolidadas y otras menos, todas tienen en común la voluntad de repropiarse de cómo y qué comemos.
En países como Francia e Italia es donde encontramos algunas de las experiencias más desarrolladas en Europa. Mientras que en Japón, con los llamados Teikei, grupos de consumidores que compran directamente a uno o varios campesinos, con raíces en los años 60 y 70 y con más de 16 millones de consumidores japoneses, o en Estados Unidos con los grupos CSA (Agricultura Sostenida por la Comunidad), creados en la década de los 80 y que suman más de 12 mil grupos, son otros países con un fuerte y prolongado arraigo de estas prácticas (Japan Organic Agriculture Association, 1993; Soil Association, 2011).
Un ’contrato solidario’ entre consumidores y campesinos
En Francia desde hace años se han desarrollado redes de solidaridad entre productores y consumidores a través de las AMAP (Asociaciones por el Mantenimiento de la Agricultura Campesina). Unas experiencias que parten de un “contrato solidario” entre un grupo de consumidores y un campesino local agroecológico, en base el cual los primeros pagan por adelantado el total de su consumo por un período determinado y el campesino les provee cada semana de los productos de su huerta. Desde la creación de la primera AMAP, en abril del 2001 entre un grupo de consumidores de Aubagne y la explotación agrícola de las Olivades en la región de la Provenza, éstas se han multiplicado por todo el país sumando a día de hoy a 1.600 grupos, que representan un total de 200 mil consumidores (Bashford, J. et al., 2013).
En Italia, desde la década de los 90, encontramos los GAS (Grupos de Compra Solidaria). Se trata de grupos de consumidores que se organizan de manera espontánea para comprar a uno o a varios campesinos y artesanos a partir de unos criterios de consumo solidario, donde priorizan la adquisición productos locales, justos y ecológicos estableciendo una relación directa con sus proveedores. En la actualidad, se calcula que existen 900 grupos en toda Italia coordinados a través de la red GAS, que fue creada en el año 1997.
En Gran Bretaña, estas propuestas reciben, como en Estados Unidos y Canadá, el apelativo de CSA (Agricultura sostenida por la comunidad) o Vegetable box scheme. Como su nombre indica, consisten en grupos de consumidores que apoyan a los campesinos a partir de una compra sin intermediarios, proporcionándoles una estabilidad financiera, a cambio de que estos les sirvan de forma regular, en general una vez a la semana, frutas, verduras, leche, carne, etc. En 2011, existían unos 80 grupos, con una media de 69 unidades de consumo, que daban de comer a unas 12.500 personas. La mayor parte tomaron impulso a partir del año 2009, gracias al apoyo de la organización Soil Association y su programa Making Local Food Work, aunque algunas de ellas llevaban ya más de 10 años trabajando (Soil Association, 2011).
Es posible otro modelo de distribución y consumo de alimentos mediante una relación directa con el campesino y en base a unos criterios de justicia ambiental y social
En otros países de Europa encontramos también experiencias destacadas. Es el caso de Les Jardins de Cocagne en Suiza, una cooperativa de productores y consumidores de verduras ecológicas, fundada en 1978, y que agrupa a más de 400 hogares. En Bélgica, estas iniciativas se han desarrollado más recientemente, a lo largo de los años 2006 y 2007, sobretodo en Bruselas, donde en la actualidad encontramos a unas 200 unidades que reciben de forma regular fruta y verdura fresca a través de los GASAP (Grupos de Compra Solidaria con la Agricultura Campesina).
De las patatas a otros comestibles
En Alemania, el primer grupo CSA fue creado en 1988 en Buschberghof, cerca de Hamburgo, pero no fue hasta hace 5 años que estas propuestas se extendieron por todo el país dando lugar a los 35 grupos actuales. Desde el 2011, existe una red nacional que permite su coordinación (Bashford, J. et al., 2013). En Grecia, la crisis, y la pérdida de poder adquisitivo, dio lugar a la emergencia de prácticas para el autoabastecimiento alimentario de la ciudadanía al margen de los canales convencionales, a partir del apoyo mutuo y estableciendo una relación directa con el campesinado. Así, surgió el conocido como Movimiento de la patata (Morán y Fernández Casadevante, 2013/14), que facilita la venta directa de dichos productos en las ciudades, permitiendo unos mayores ingresos a los productores y abaratando el precio a los consumidores. De las patatas, se pasó a otros comestibles, en un ejercicio complementario a los grupos de consumo agroecológicos ya existentes en el país.
Todas estas prácticas ponen de relieve que es posible otro modelo de distribución y consumo de alimentos mediante una relación directa con el campesino y en base a unos criterios de justicia ambiental y social. Unas experiencias que se han venido multiplicando en toda Europa en los últimos años, así como otras que apuntan en la misma dirección: mercados campesinos, distribución directa, modelos de certificación participativa, huertos urbanos, redes de intercambio, cocina comprometida, comedores escolares ecológicos...
A nivel político, se han desarrollado y fortalecido redes de coordinación de actores que trabajan en la producción, la distribución y el consumo alternativo de alimentos, aunque queda muchísimo trabajo por hacer. En el continente, una de las principales redes de referencia es la Coordinadora Europea de la Vía Campesina que agrupa a organizaciones y sindicatos agrarios de Dinamarca, Suiza, Francia, Italia, Holanda, Estado español, Grecia, Malta y Turquía. Su objetivo es luchar contra las políticas agrícolas y alimentarias promovidas por la Unión Europea en el marco de la PAC y apostar por una agricultura campesina, diversa, ecológica y vinculada al territorio. Un reto importante consiste en aumentar la articulación entre estas iniciativas así como con otros movimientos sociales.
Del campo al aula: comida buena y justa
Integrar la cocina en los comedores de los centros, permite un mayor control sobre la alimentación de los pequeños
“Niño, ¿de dónde viene la leche?”, le preguntan. “Del tetra brick”, responde. La distancia entre el campo y el plato, entre la producción y el consumo, no ha hecho más que aumentar en los últimos años. Los más pequeños a menudo nunca han pisado un huerto, visto una gallina o se han acercado a una vaca. Alimentarse no consiste tan solo en ingerir alimentos, sino en saber de dónde vienen, qué nos aportan, cómo han sido elaborados. Educar implica enseñar a comer y a comer bien. Eso es lo que hacen los comedores escolares ecológicos, que en los últimos tiempos han empezado a extenderse a nivel local.
El interés por comer bien, bueno y justo llega poco a poco a las mesas de las escuelas. Comedores que buscan, más allá de la aportación calórica necesaria, una alimentación ecológica y de proximidad. Se trata de aprovechar unos espacios, que permiten, como ningún otro, la interacción entre alumnos, educadores, cocineros y, en un segundo plano, con familias, profesores y agricultores, para recuperar no solo el saber y el sabor de la comida sino también aprender y valorar el trabajo que hay detrás de la producción, la agricultura, y detrás de los fogones, la cocina.
Los comedores escolares ecológicos tienen una vertiente educativa y nutricional, a la vez que defienden la economía social y solidaria y el territorio. Alimentos ecológicos sí, pero de proximidad. Una apuesta imprescindible en un contexto de crisis que, por un lado, da una salida económica a la pequeña agricultura, que intenta vivir dignamente del campo, fomentando unos circuitos de comercialización alternativos y una venta directa, y por otro, ofreciendo una alimentación sana, saludable y ecológica a los más pequeños, en un contexto donde aumenta la pobreza y la malnutrición.
En Cataluña, un 40% de los niños realizan la principal comida del día, el almuerzo, en los centros educativos. Incorporar estos valores a los comedores de las escuelas debería ser una prioridad, y los costes económicos no pueden ser el argumento para no hacerlo. Integrar la cocina en los comedores de los centros, permite un mayor control sobre la alimentación de los pequeños, y si compramos alimentos de proximidad, de temporada y directo al agricultor podemos hasta abaratar costes. Del campo pasando por los fogones de las escuelas hasta el plato del alumno, transparencia, calidad y justicia, ese es el reto. Y la administración pública tendría que estar comprometida con este fin. Invertir en una buena alimentación en el aula es invertir en futuro.
Comedores escolares que llevan los principios de la soberanía alimentaria a las escuelas, y no únicamente en la teoría sino, lo que es más importante, en la práctica. Soberanía alimentaria que nos permite recuperar la capacidad de decidir sobre cómo nos alimentamos, que apuesta por una agricultura campesina, local y agroecológica y que devuelve a agricultores y consumidores, y en este caso a los niños, el control y el saber sobre su alimentación.
Comentar